El diez centavos Puente de Inca en papel fiscal
El diez centavos Puente de Inca en papel fiscal.
Para comenzar, habrá que ponerse en contexto. Es decir, ubicarse en tiempo y espacio, al menos (porque las circunstancias personales a veces . . . ).
Habrá sido allá por inicios del invierno de 1980, aunque no soy memorioso y puede errarle por un par de años, incluso, pero en todo caso, en menos. Yo ya vivía en el Barrio Seré (muy cerca de ese espacio tan terrible del Centro clandestino de detención de la “inocente” Fuerza Aérea), en la ciudad de Castelar, pero muy cerca (patacón por cuadra) de la estación ferroviaria de Ituzaingó. Y eso fue posterior a abril de 1978.
Yo hacía periódicas visitas a un local de comercio filatélico que creo poder ubicar en una galería sobre la calle Florida, posiblemente casi esquina Lavalle. No me es fácil encontrar en mi cerebro el apellido del titular, un caballero mayor: Sima.
Que lo atendía con su esposa, una dama también entrada en años, pero aún muy elegante y atractiva, que lo secundaba, aunque no era una figura por su desenvoltura y conocimientos. Y lo de “dama” y “caballero” no son términos excesivos (aunque me suenan feítos por todo lo que podrían significar en su origen), ya que sus modos y forma de atender no son muy coincidentes con lo que a veces me comentan que se vive en similares comercios, hoy en día especialmente. Y hace al caso de esta historia como se verá muy pronto.
Mis visitas iban en relación con la búsqueda de alguna “perlita”, de esas que buscamos todos los coleccionistas, porque aspiramos a ser suertudos, porque suponemos que los otros son zonzos o distraídos, o un poco de todo, seguramente. Yo ya había tenido algún encuentro cercano del “quinto tipo”, en materia filatélica, porque conocía sellos “neutros” en la Serie Cifras y estaba atento a ese tipo de especie en sellos de la época, pero para nada fuera de esa Serie.
Una tardecita de crudo invierno (tal vez haya sido en el receso escolar –porque yo trabajaba como maestro y terminaba –fuera de esa temporada- cerca de las 18.00, en Parque Chacabuco, por lo cual no me alcanzaba el tiempo para llegarme al microcentro, en correrías hobbísticas . . . ), revisaba un clasificador con sellos mint de Argentina, dispuestos muy ordenadamente, pero según los cánones “clásicos” (es decir, un poco en orden, pero con alguno “colado” de “cualquier manera”), cuando me llamó la atención una parejita horizontal.
No te asustes, no se trata de la verdadera, ni de otra similar
(no he podido conservar semejante preciosura). Y si te preguntás “¿Por qué ´Fiscal´?, esa es otra historia.
Era el Puente de Inca impreso en huecograbado, con facial de diez centavos, integrante de la Serie llamada Riquezas III, con filigrana Casa de Moneda, que me sonría como invitándome a una mayor aproximación. Así lo hice. Se trataba de una pieza filatélicamente perfecta (fuera de que, como toda la tirada seguramente, el dentado no era prolijo, sino algo irregular). Y como los precios estaban a la vista (otra sana costumbre que parece haberse perdido, aunque la legislación lo indique –y no sólo para las estampillitas-), el precio de dos pesos ($ 2.-), por ambos sellos, era muy lindo. Para mi bolsillo de laburante (siempre lo he sido y lo seré, aunque pasen muchas cosas).
En especial, tratándose de ese papel “sospechosamente” oscurito, que no era esperable del conocido “mate”. Por otra parte, visto por el lado de la goma, algo había diferente. Y la tinta amarillo ocre se presentaba también distinta.
Sacarse la duda acerca de qué se trataba, era poco trabajoso. Y nada costoso, por lo cual mostré los sellos (supongo que habré comprado otros, pero no lo recuerdo, seguro que los “Puente del Inca” fueron los últimos de la tarde, porque ya me cosquilleaba el cerebro la necesidad de revisarlos bien. Pagué y me fui para casa, viaje en subte y en tren mediante. Quien haya viajado así en esa época, sabe lo que significa el comentario.
Cuando llegué a mi casa, ya muy de noche, supongo que apenas saludé a mi esposa y mis hijas (eran muy chiquitas y no tenían padre –me refiero que lo que llegaba y podían ver a esa hora, no aprobaba el mínimo requerido-) y me fui a revisar “la parejita”. No sólo a la lámpara (yo ya había superado la bochornosa “bocha” de “luz negra” (más que nada calurienta y peligrosa –tenía, creo, una lámpara de mano, una UV portátil, similar a la actual L 80, de Leuchtturm-), sino (y muy especialmente, porque ya había versiones de que manos aviesas estaban “falsificando los neutros”) con un buena lupa. Debo haber usado un cuentahílos (¿habrá sido un FZ 10, de esa misma marca?). Y no me quedaron dudas. Allí estaban los clásicos “pelitos” que no podían imitar los “falsificadores”.
Las fibras de celulosa, vistas con cuentahílos FZ10, que son tan claramente visibles en un papel sin encapar, es decir, sin cubrir con el material que mejora la calidad de impresión. “Encapado” faltante en los sellos neutros.
Ese domingo (ya había comenzado en 1972 como Feriante en la Feria del Ombú, ese ámbito increíble para los coleccionistas –originalmente sólo filatelistas, desde 1943-, en el Parque Rivadavia, pleno centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires) dejé mi mesita (era todo muy precario, pero éramos muchos y muy entusiastas) y me crucé al clásico bar de enfrente (no lo menciono, porque no tengo onda: pocos meses después me harían conflicto por el uso del baño y desde entonces si puedo “NI LES PISO”). Allí me acerqué a uno de los más respetados especialistas (para mí le seguirá siendo siempre, aunque lo hayamos perdido hace un par de años . . .), el señor José Ramón Merlo y le mostré la parejita del caso, prudentemente montada en una banda protectora. Creo que mi pregunta fue “¿Qué le parece?”. Y la respuesta que no tardó en llegar (no puedo precisarla, en especial porque por ese entonces no nos tuteábamos): “¿ Cuánto pide ?”, creo haber oído.
Dije por decir (y porque no tenía mucha ganas de venderla): “Cinco mil” (no hacía falta la aclaración, eran pesos, nosotros no usábamos los dólares estadounidenses, como hoy, yo mismo incluso, me veo obligado a hacer). No hubo dilaciones, ni un clásico regateo. El Maestro José Ramón metió la mano en el bolsillo, extrajo, creo, una billetera, sacó y me entregó el billete (debí haberle sacado una “selfie”, pero claro, no era la época). Algunos me dijeron, mucho tiempo después: “Tuviste mucha suerte”. No era una cifra para llevar comúnmente en el bolsillo y Merlo no era una persona que hiciese exhibiciones de dinero. También hubo comentarios de que el ejemplar que conservó le salió CERO PESOS, porque alguien habría pagado los cinco mil por el otro de la parejita.
La historia es más larga. Y emotiva. Típica postal de un tiempo que no volverá.
Y por eso, la seguiremos otro día.
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